Promover el uso del español en Aragón

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Me gustaría decir otra cosa, pero mentiría. Lo cierto es que, cuando dos o más lenguas compiten, se encuentran en un juego de suma cero, y los hablantes que «gana» una los «pierde» la otra. No desmiente esta verdad el hecho de que algunas personas hablen más de una lengua, y que esto se considere enriquecedor: los libros que yo leo en inglés no los leo en mi lengua materna, el español, y las conversaciones que tengo en catalán no las tengo en español. Unas lenguas ganan hablantes (o lectores o usuarios) y otras los pierden, sea por completo o a pedazos.

He escrito comillas al referirme a los hablantes que una lengua «gana» o «pierde» con toda la intención: las metáforas a veces las carga el diablo, y este es uno de esos casos. En las disputas sociolingüísticas se dice a menudo —y es una verdad de ley, que nunca he visto refutada— que las lenguas no tienen derechos, que son los hablantes quienes los tienen. Si deshacemos la metáfora que he usado más arriba, resulta evidente que, cuando «dos o más lenguas compiten (…) y los hablantes que “gana” una los “pierde” la otra», en realidad asistimos a un ejercicio de libertad en el que un hablante decide cambiar una lengua por otra porque conviene a sus intereses. En un tema polémico como este no está de más hacer esta aclaración: me refiero a una elección libre en el sentido de elección no forzada por una amenaza ilegítima, que no es lo mismo que libre de todo condicionamiento (la economía, sin ir más lejos, es uno de los condicionantes más poderosos en la elección de lengua, y es un condicionante legítimo).

Todo esto viene a cuento de que he leído una entrevista a Javier Giralt, el director de la mal llamada «Academia aragonesa de la lengua». La llamo «mal llamada» porque el título de la institución usa un singular engañoso. Como explican ellos mismos en su web, este organismo se creó por mandato de la Ley 3/2013, de 9 de mayo, de uso, protección y promoción de las lenguas y modalidades lingüísticas propias de Aragón, lo que significa que se creó para proteger no a una lengua en concreto ni a todas las lenguas, lo que justificaría el singular, sino a dos lenguas de las habladas en Aragón, el aragonés y el catalán, a las que se denomina «lenguas propias». Sobre la carga política que implica el concepto de «lengua propia» se ha escrito mucho; como filólogo me limitaré a destacar que los adjetivos plenos de sentido acostumbran a tener su antónimo, y no sé de nadie que haya definido qué es una «lengua impropia». Quede claro, pues, que el singular de «Academia aragonesa de la lengua» es un singular mentiroso —y a la vez vergonzoso; recuérdese que «la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud» (La Rochefoucauld)—, porque no se ocupa del español o castellano, que es una lengua aragonesa más y, más que una más, la más aragonesa de todas, ya que, si entendemos por aragonés todo aquello que es propio de los aragoneses, cuantos más aragoneses la conozcan y la usen habitualmente (prácticamente el 100 %), más aragonesa será.

Todos sabemos lo que implica la creación de esta institución: destinar una partida presupuestaria a filólogos y administradores que estudiarán, preservarán y ayudarán a conservar estas lenguas, que se considera están en peligro. Hasta ahí no hay nada que objetar. (Aunque en realidad sí porque, si deshacemos la metáfora, resulta obvio que ninguna persona —que es el único sujeto de derechos— está en peligro… ¿de qué, de quedar muda? Quien cambie de lengua, dejará libremente de usar una lengua y empezará a usar otra, porque creerá que con el cambio sale ganando. ¿Y se lo vamos a impedir?). Pero la institución también tiene entre sus objetivos la «promoción» del aragonés y el catalán, y ahí yo ya me planto. Si una lengua pudiera crecer sin «robar» poder a la otra, no tendría nada que objetar: todos saldríamos ganando. Pero no es el caso: el terreno que «ganen el aragonés y el catalán» en Aragón será terreno que «pierda el español». Por limpiar el argumento de peligrosas metáforas, quiero decir que, en la medida en que la llamada «Academia Aragonesa de las Lenguas» consiga que se usen más esas dos lenguas en esta comunidad, el español será menos útil en ella, porque habrá actos comunicativos en los que un hablante monolingüe de español se verá excluido, mientras que el aragonés y el catalán serán más útiles.

La objeción a mi objeción es fácil: el español será menos útil para un hablante de español en la medida en que el hablante de español insista en ser un hablante monolingüe de español. La objeción, que es fácil a nivel intelectual, es inane a efectos prácticos. Soy filólogo, y sé lo que cuesta (años de esfuerzo y miles y miles de euros, privados o gestionados vía impuestos) aprender bien una segunda lengua, y también sé —como lo sabemos todos— que esa segunda lengua tiene que ser el inglés. ¿Que algunas personas tiene sitio para una tercera y una cuarta? Claro, yo hablo cinco y leo dos más, pero soy estadísticamente raro.

Si la extensión del uso del aragonés y el catalán que se busca con la acción de esta academia fuera el resultado de lo que siempre se ha llamado «la naturaleza de las cosas» yo no tendría nada que objetar. De hecho ya ocurre que el inglés es cada vez más útil en mi vida, y he dedicado tiempo a aprenderlo y hay ámbitos —como la escritura de artículos científicos— en los que lo prefiero al español. Pero la promoción del aragonés y el catalán no es efecto de la naturaleza de las cosas, sino únicamente el resultado de la presión política de dos minorías, que buscan medrar. Para ser más exactos, de la presión de quienes se erigen en líderes de esas minorías y confían en pillar cacho: el presidente de la Academia Aragonesa de la[s] Lengua[s Aragonesas con Exclusión de la Más Aragonesa de Todas en Atención a su Número de Hablantes] ya lo ha hecho, y no está solo.

Hace muchos años que Macur Olson explicó cuál es la lógica de la acción colectiva organizada. Yo reivindico como ciudadano con derechos políticos mi derecho a tener una «Academia Aragonesa…» dedicada a promover —es decir, aumentar— el uso de las lenguas que yo hablo: el español y el inglés para empezar y, si queda dinero para más, el griego moderno porque me gusta.

Fin. The End. Fin. S’ha acabat. Τέλιοσε. Finis. Ἐτελείωσε.

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Comentarios

  1. María

    Qué razón tienes. Aquí en Asturias ocurre algo similar. Y me parece que no tardarán en conseguir la “oficialidá”, que nos obligaría a escribir los documentos en asturiano (con el consiguiente beneficio para los “traductores” autorizados). Espero haberme jubilado para entonces.

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