Contra Babel, de lenguas propias (¿e impropias?) y el valor de las lenguas

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He leído el librillo de Manuel Toscano, profesor de Filosofía en la Universidad de Málaga, Contra Babel. Ensayo sobre el valor de las lenguas (ISBN: 9788419874528). Me ha confirmado, como esperaba, en muchas conclusiones a las que había llegado antes: el efecto pernicioso e interesado del uso de la metáfora de la «muerte de las lenguas» (no muere nada, lo que hay es un cambio de comportamiento de los hablantes), que el monolingüismo no es tan normal como a menudo se vende, que la desaparición de lenguas es un efecto inevitable del aumento del contacto entre sociedades antes aisladas, que aprender una lengua a un nivel avanzado no es nada fácil (y lo que eso implica para la decisión de aprender unas u otras), etc. Y me ha iluminado aspectos en los que no había caído: por ejemplo, que el bilingüismo pudo perdurar en sociedades estamentales porque el poder que vivía en las ciudades no se comunicaba directamente con el habitante de los pueblos, sino por medio de intermediarios bilingües (el capitán, el alcalde, el cura).

Portada de Contra Babel. Ensayo sobre el valor de las lenguas

He echado en falta reflexión que traigo aquí por si sirve a alguien. Con respecto al concepto tramposo de «lengua propia», no dice el autor que, en la mayoría de los casos, ni siquiera cumple las condiciones que le atribuyen sus defensores. Lo diré con el ejemplo. En Cataluña el catalán es una lengua propia en el sentido de que pertenece a sus hablantes; pero también es lengua propia el español que pertenece a sus hablantes de lengua materna española, tan catalanes como los primeros.

¿Se llama al catalán lengua propia en el sentido de que no ha venido de fuera? El español llegó a Cataluña viniendo desde fuera, de Castilla a partir del siglo XV, exactamente como el catalán (en su forma antigua, es decir como latín) vino de la Roma conquistadora desplazando al ibero. ¿Dónde está legislado que 2200 años de continuidad de una lengua en un territorio legitiman y 500 no?

Si quieren llamarla «propia» destacando su originalidad, como un rasgo cultural no compartido con otros, mienten de nuevo. El catalán es de sus hablante catalanes, pero comparten la propiedad de esa lengua con los hablantes del Rosellón francés, los andorranos, los aragoneses, los valencianos y los baleares (igual que los vascos españoles comparten el idioma vasco con los navarros y los vascos franceses). A esta objeción responden algunos nacionalistas refiriéndose a su gran patria, los Países Catalanes, que englobará algún día todos esos lugares en que se habla catalán (y ya de paso unos cuantos territorios de la Comunidad Autónoma Valenciana en los que no). El imperialismo de la intención (de andar por casa pero imperialista al fin y al cabo) queda patente si imaginamos a un hablante de español que se considere con derecho a formar un estado con todos los territorios del mundo en los que se habla español: la grande España de los Austrias en la que no se ponía el sol.

En fin, solo quedar intentar definirse una lengua como propia porque sea lo contrario a una lengua impropia, pero no sé de nadie se haya atrevido a definir un concepto que resulta insultante solo con ser enunciado.

Dedica el autor una parte importante a hablar del valor de las lenguas, y distingue entre su uso como herramienta de comunicación y su uso, por parte de los nacionalistas, como marcador identitario. Los enfrenta como si el primero fuera un uso utilitario y el segundo solo tuviera relación con los afectos. Echo en falta un análisis que vaya más allá, que señale que el uso del idioma como seña de identidad no es inevitable, sino una elección en la que pesa una utilidad material clarísima: como seña de identidad, permite distinguir entre nosotros (los de arriba y los de aquí) y vosotros (los de abajo y los de fuera), y establecer límites ilegítimos a la competencia por los recursos (riqueza y puestos de trabajo). Es la repetida historia de las clases por nacimiento que inauguraron en la historia conocida los patricios, descendientes de las familias fundadores de Roma, y los plebeyos que se unieron solo un poco después. Pero quedamos en que la Revolución Francesa y las constituciones modernas nos reconocieron a todos como iguales, también con independencia de la lengua que tengamos por materna.

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