Yendo a Tarragona por la autopista, nada más rebasar el puerto de Montblanc, vi al final del paisaje una mancha gris de brillo metálico: era el mar calmo encendido por un sol que se abría paso perezosamente entre las nubes. Como me ha ocurrido otras veces, no pude evitar recordar a los adelantados de la expedición de los 10.000 que, al culminar el último puerto de su ruta, ya en las inmediaciones de Trapezunte (hoy Trabzon, antes Trapisonda o Trebisonda), gritaron llenos de júbilo «Θάλασσα, θάλασσα». Pero, a diferencia de lo que me ha ocurrido otras veces, a la sensación de júbilo se le sumó esta vez una sensación de encogimiento, porque venía a medir mis fuerzas con las de ese mar.
Leí en algún sitio que en el mar no hay ateos. La expresión «fuerza de la naturaleza» tuvo que inventarse para describir la enormidad que supone vivir una tormenta en el mar. En tierra firme la lluvia, el viento, el granizo… pueden dar miedo, pero la tierra en estas circunstancias hace honor a su adjetivo y sigue firme. En el mar a todo lo anterior hay que añadir que el suelo se mueve, sube y baja con oscilaciones de varios metros de altura, que la vertical de los palos puede describir un arco amplísimo en unos pocos segundos, y que no puedes salir huyendo de todo ese horror porque unos metros más allá, al otro lado de la borda, no está el refugio que necesitas, sino el mar helado que engulle por ahogamiento o consume por enfriamiento tu vida en unas pocas horas.
Leí también en otro sitio que la religión es un potente ansiolítico. Que nos protegemos de los peligros en la medida de nuestra habilidad para controlar el entorno; pero hay peligros que nuestras fuerzas son incapaces de domeñar. En estas circunstancias el ateo se encomienda a su buena suerte o a la estadística recreativa: «Si he sobrevivido al 100 % de los peligros pasados, también saldré de esta». El creyente, en cambio, una vez ha hecho todo lo que a un ser humano le es dado hacer para conjurar el peligro (ponerse a la capa, asegurar la estiba, comprobar los instrumentos, notificar su posición y su rumbo a una costera…), se cree o se sabe capaz de hacer aún algo más: el creyente reza. Reza y confía y, por el arte de esa magia, su ansiedad se atenúa, gana por ello un plus de serenidad y acrece en un punto su capacidad de supervivencia. La selección natural hace el resto y acaba convirtiéndonos en una especie propensa a la fe.
Los marinos de la antigüedad evitaban navegar con mal tiempo. Si este los sorprendía en el mar, evitaban la cercanía de la costa y sus peligros. Si a pesar de ello el viento y la corriente los empujaban hacia ella, recurrían al ancla de esperanza, que con buen criterio llamaban ἰερὰ ἄγκυρα, “ancla sagrada”. Confiaban en que a partir de ese momento, más allá del límite que alcanzaban sus conocimientos de marinería, intervendría el favor de la divinidad. Muchas anclas rescatadas de pecios antiguos conservan inciso el nombre de una divinidad o sus asimilados, Venus especialmente o los Dioscuros. Algunos, por agotar todos lo recursos, también se encomendaban a la buena suerte, la ἀγαθὴ τύχη, y algunas anclas llevan incisa además la jugada del perro, la suerte ganadora del juego de dados.
A pesar de mi inquietud los dioses atmosféricos fueron en esta ocasión generosísimos y disfruté como un antiguo a bordo de un precioso balandro de 13,5 metros de eslora, aparejado en Marconi, para más abundamiento llamado el Argonauta. Continuará.
Cubierta del Argonatua. De proa a popa, el enrollador del Génova, el balcón de proa, los candeleros con sus guardamancebos o pasamanos, los obenques de estribor y, junto al palo, la contraescota o trapa. En primer plano los reenvíos y sus mordazas bien rotuladas. En el winche enrollada la driza de la mayor.
Comentarios
JoseAngel #
Creía que con este último párrafo te desfogabas de vocabulario marítimo, pero había que esperar al post siguiente para terminar de captar la cosa en su dimensión, jejee…
marta #
Hola Pompilo,
buscaba trapisonda y caí en tu blog. Ahora puedo entender cómo interpretarlo en el contexto en que lo leí. Estoy leyendo las peripecias de Aubrey y Maturin en el Atlántico sur.
Y es que el mar está muy extraño, del color del oporto, es la luz que lo tiñe. Y en la cresta de las olas se arma una trapisonda, un alboroto extraño, hay un respingo, un sobresalto, y él hace bajar los masterilleros y amarrar todo en cubierta aunque no sabe de qué se trata. Lo desorienta el barómetro que está estable, no es una tormenta.
Imagino una gran erupción en una isla y mucha ceniza y resplandor en el cielo y acompañada de sismos. El fondo del mar se mueve!
No navego, pero como si lo hiciera, jejejej!
Adiós y gracias!
marta #
Perdón! por cierto que es en el Pacífico Sur!!!