Dos años al pie del mástil, de Richard Henry Dana hijo

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Nunca había oído hablar ni del libro ni del autor, cuando lo vi en la librería náutica Robinson de Madrid. Una vez leído y disfrutado entiendo por qué. Es demasiado técnico para gustar al lector común que no entiende de navegación a vela y, como no es una obra de ficción, no se suaviza su aspereza con una trama literaria al uso, con planteamiento, intriga, nudo y desenlace. Además su autor, Richard Henry Dana, lo es prácticamente de esta única obra, lo que lo hace más irrelevante para lectores no estadounidenses.

Portada de Dos años al pie del mástil, edición de Alba Editorial

Dos años al pie del mástil (1840) es literatura del mar anglosajona del siglo XIX, como la de Melville, Conrad, Stevenson y otros, pero no de ficción, sino autobiográfica. Cuenta los dos años que pasó embarcado su autor, un joven estudiante de Harvard, un casi un adolescente de 19 años, en dos barcos mercantes que hacían la ruta de Boston a la California aún mejicana para traficar con pieles. El libro tiene la capacidad de entusiasmar a dos nichos de lectura: los estadounidenses que quieran conocer la costa oeste de su país en los primeros días de la colonización anglosajona, con villorrios como Santa Bárbara, el Pueblo (de Los Ángeles), San Francisco, etc., y los enamorados de la navegación a vela como un servidor.

El texto, igual que ocurre con Moby Dick, abunda en pasajes de descripción minuciosa de las maniobras a vela, sirviéndose del lenguaje técnico propio de esa actividad. Como los navegantes a vela actuales solo conocemos de primera mano el aparejo bermudiano, se nos hacen cuesta arriba —o provocadoramente difíciles, según el entusiasmo que vierta cada uno en su lectura— algunos pasajes que son un paroxismo de léxico náutico. Basten dos ejemplos, el primero sobre la pérdida de un joven marino que cae al agua desde la arboladura y desaparece en el mar (he leído que la esperanza de vida de los gavieros era entonces de 35 años):

«Iba a pasar una gaza por el calcés del mastelero mayor, para drizas de la marincangalla, y llevaba alrededor del cuello la rabiza y el motón, un rollo de beta y un pasador de cabo. Se había caído de las arraigadas de estribor…» (p. 56)

Y este otro sobre un accidente con tiempo duro:

«El primer oficial salió instantáneamente a la caña en tanto el hombre se incorporaba, se agarró a las cabillas, y entre él y otro levantaron el timón a tiempo de evitar que las velas tomaran por la lúa; aunque metió en agua casi la mitad de la arrastradera, y al salir el botalón quedó en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Evidentemente, llevaba más lona de la que podía resistir, pero era inútil tratar de cargarla: el chafaldete no era lo bastante resistente; y estaban pensando en cortarla, cuando sobrevino otra amplia guiñada y una orzada, restallaron las guías, y el tangón se vino adentro chocando contra el aparejo de abajo. Cedió el motón de la driza de fuera, y el botalón del ala de gavia se curvó como jamás imaginé que pudiera curvarse un palo. (…) Al primer tirón cedió el chafaldete; saltó el tojino al que iban amarradas las drizas, y la vela fue a enredarse en la verga de la cebadera y las guías de proa, con lo que recogerla nos dio un trabajo infernal». (pp. 432-433)

He disfrutado estos pasajes como quien resuelve un reto. Desde el punto de vista narrativo, destaca todo lo relativo al regreso de California bordeando el Cabo de Hornos durante el invierno austral (aún no había canal de Panamá, ni ferrocarril entre las costas este y oeste de Norteamérica), de una dificultad que resulta épica; de hecho, leo por ahí que Joseph Conrad escribió que esta es la narración más fiel del paso del Cabo de Hornos en invierno. Y me resulta entrañable el tono del joven narrador, que se inclina a menudo al entusiasmo como corresponde a su edad y a su carácter vivo. Es muy distinto a todo el resto del libro el que figura hoy como último capítulo, que su autor añadió 29 años después de la primera edición. La narración original acaba en el capítulo XXXVI con la llegada del barco, el joven y todos sus compañeros al puerto y la ciudad de Boston, que se retratan con el tono idealizado de quienes lo han añorado durante dos años:

«Las campanas de la ciudad tocaron la una justo cuando tesamos la última vuelta y se despidió la tripulación; y cinco minutos después no quedaba un alma a bordo del buen Alert, aparte del viejo vigilante que acababa de llegar de la aduana para hacerse cargo de él». (p. 475)

Como filólogo, no puedo por menos que reconocer el enorme mérito del traductor, Francisco Torres Oliver, al que no conocía y del que ahora sé que —con todo merecimiento— es reconocido como uno de los mejores traductores literarios españoles de hoy, y que tiene por ello una página en Wikipedia en español. Debo reconocer también el mérito de los editores, la editorial Alba, que eligieron un papel muy flexible para no forzar la apertura de un lomo tan grueso, y que han conseguido que el libro no tenga más de cuatro o cinco erratas en un total de 572 páginas de texto denso, incluyendo un apéndice de vocabulario náutico (recuerdo un «manatillo» en lugar de «amantillo» y un «gratil» sin tilde).

Figura 249 de The young sea officer's sheer anchor

Y como wikipedista, he aprovechado la ocasión para aportar mi grano de arena a la enciclopedia libre. Al consultar el término «ala (náutica)» me encontré con una ilustración de calidad mediocre. Investigando un poco, he dado en Archive.org con el The Young Sea Officer’s Sheet Anchor, or A Key to the Leading of Rigging, and to Practical Seamanship, de Darcy Lever, un libro de 1827 casi coetáneo de la obra de R. H. Dana. En la página 80 de la edición de 1843 de este libro he encontrado el grabado del que procedía la ilustración, y he subido a Commons una versión mayor y más nítida de la lámina completa y de la figura 429 con la ilustración del ala. Vamos, que el que no disfruta es porque no quiere, porque ocasiones hay como gotas en la mar.

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