Los pioneros de la gramática, pongamos que los griegos como Dioniso Tracio y demás, vieron que su idioma tenía un género específico para referirse a los individuos de sexo femenino, el θηλυκὸν γένος ‘género femenino’, y dedujeron acto seguido que el otro serviría para referirse a los individuos de sexo masculino, así que lo llamaron —tan ingenua como erróneamente— ἀρσενικὸν γένος ‘género masculino’ (Dionisio Tracio Gramática 14: γένη μὲν οὖν ἐστι τρία: ἀρσενικόν, θηλυκὸν, οὐδέτερον). Y eso a pesar de que eran conscientes de que…
— Designa a los varones, por eso se llama masculino, y también a las mujeres cuando se mencionan junto con los anteriores.
— Pero, maestro, ¿eso no es contradictorio?
— Tú copia y calla.
Con contradicciones mayores se las tuvieron que ver los antiguos. Así hablaba la gramática hasta que los gramáticos estructuralistas de comienzos del siglo XX nos enseñaron la naturaleza de la oposición entre el término marcado (en este caso el género femenino, que designa a individuos de sexo femenino) y el no marcado (que designa a todos por igual: individuos de sexo masculino, de una mezcla de ambos, asexuados, LGTBI y lo que aún no se ha inventado).
Pues bien, hecho este descubrimiento, bien podíamos los lingüistas haber cambiado la terminología para llamar a las cosas por su nombre, y decir la verdad evidente, o sea, que el idioma español tiene para los nombres dos géneros: el común (antes llamado erróneamente «masculino») y el femenino. Sin embargo, por tradición (y por su tanto de lógica prudencia, porque las modas terminológicas han causado estragos en lingüística), seguimos hablando tan frescos de los géneros masculino y femenino. Y por esa puerta se ha colado la que llaman ideología de género como elefante en cacharrería o —por renovar el lugar común— como cóctel Molotov en biblioteca de filólogo, que eso sí que tiene que doler.
Se ha escrito muchísimo sobre el tema, así que seré breve. Sólo quiero señalar que hacen mal algunos en llamar «lenguaje inclusivo» al que propone reescribir el artículo 14 de la Constitución Española de 1978 como «Los españoles y las españolas son iguales ante la ley…». Este es, al contrario de como se presenta a sí mismo, un lenguaje excluyente, porque excluye a las mujeres del género común, y acto seguido se ve obligado a mencionarlas específicamente, de lo que resulta un lenguaje que he decidido llamar a partir de ahora «redundante de género», y no «inclusivo», porque no lo es. El lenguaje inclusivo es precisamente el uso tradicional, y mucho más económico, que afirma que «Los españoles son iguales ante la ley…», que incluye en el género común a los individuos de sexo masculino y femenino, como siempre se ha hecho; al menos desde el nacimiento del género gramatical femenino en el idioma indoeuropeo cinco, seis o siete mil años atrás.
Porque, digo yo, ¿de verdad es tan importante el sexo? El sexo de los seres a los que nos referimos cuando el sexo no importa, quiero decir. ¡Qué tonta sería una frase como «Los pacientes y las pacientes rubios y rubias, morenos y morenas, pelirrojos y pelirrojas, entrecanos y entrecanas, canos y canas y calvos y calvas que van a hacerse análisis de sangre, que se pongan en esta fila»! ¿Qué necesidad hay de especificar el color del pelo de los pacientes (y su presencia o su pérdida) si tal característica no viene a cuento de nada? ¿Qué falta hay, por lo mismo, de especificar su sexo cuando es indiferente? «Los que van a hacerse análisis de sangre —dicho sea en breve e inequívoco género común—, que se pongan en esta fila».
A lo mejor si cambiamos la denominación del género gramatical español de «masculino» a «común» en las gramáticas nos ahorramos muchos quebraderos de cabeza. ¡Que vaya coñazo —sive pollazo— de tema!
Añadido 26/07/2018. En términos parecidos se expresa hoy en el periódico El País el miembro de la Real Academia Española Pedro Álvarez de Miranda: «No es fácil entender a qué se refiere la vicepresidenta Carmen Calvo cuando reclama un ‘lenguaje inclusivo’ en el texto consitucional. Porque el masculino gramatical, en tanto que género no marcado, ya es inclusivo del femenino».
Comentarios
José Miguel #
Excelente artículo, como de costumbre. Precisamente hace poco tiempo publicó José Luis Calvo Martínez un libro titulado “Griego para universitarios” en el que siguiendo la visión estructuralista de la lengua señala en el capítulo dedicado al género lo siguiente:
“en griego antiguo existe una clasificación de todas las cosas en masculino, femenino y neutro”
“en IE II se encuentra en fase de consolidación un sistema del género sobre los términos: animado/inanimado”
“En IE III ya se ha producido una ulterior división dentro de los animados, por razón del sexo en masculino y femenino mediante la gramaticalización de α,ι, yα… Esto hace que este género, el femenino, sea el término caracterizado del par y que, frente a él, se tome por polarización como marca de masculino la vocal temática o/e”.
De todo ello se deduce que lo que ahora denominamos género masculino en origen era un género animado común donde cabía tanto lo masculino como lo femenino. Calvo pone como ejemplo de esto que los nombres de animales domésticos presentan una sola forma para ambos sexos, distinguiéndose sólo por el artículo. Será a partir de que se desarrollen marcas para expresar el femenino cuando el sistema comenzó a adaptarse a los nuevos cambios. Así que es más razonable considerar que el uso del género común para referirse a los plurales masculinos y femeninos no es que sea excluyente, sino que nos retrotrae a los orígenes en los que ambos sexos participaban de un género común.
pómpilo #
Muy cierto. Algún día me gustaría explicar que la creación del género gramatical femenino es, por definición, una discriminación, pero positiva. Las mujeres tienen un género gramatical para ellas solas, y nosotros no, tenemos que compartirlo y, cuando queremos especificar, recurrir al sintagma «los pacientes varones». ¡Bah, es una broma! Mejor dicho, tendría que ser una broma, pero el debate se mueve a unos niveles…