Leo sobre la epidemia de la cancelación («Woody Allen, Polanski y la hoguera de la cancelación: “El borrado lleva a la amnesia colectiva”») y me doy cuenta de que se ceba con las Humanidades y las Artes. Ayer me hice, es un decir, una radiografía. No sé quién descubrió el radio y sus propiedades (que sí lo sé), ni me importa. Me recetan una medicina que descubrió un laboratorio alemán, que ahora mismo —ahora mismo— tampoco me importa si colaboró o no con el nazismo, ni cuántas patentes consiguió con experimentos aberrantes.
Ojo, digo ahora mismo, mientras me hago la radiografía y me tomo la medicina, o cojo un avión o manejo un coche. Porque sí tengo, como tiene la mayoría, sentido moral y deseo de que se haga justicia en el mundo. Pero nadie se plantea boicotear tratamientos, herramientas ni productos diseñados y fabricados con los descubrimientos que hizo un científico de comportamiento personal reprobable (quien abandonó de por vida a un hijo minusválido), criminal (un violador de sus hijos) o incluso genocida (un doctor Mengele).
Pues en las Humanidades y las Artes pasa lo contrario. Da qué pensar. ¿Será que los canceladores no leen, no escuchan música o no disfrutan del arte en la cantidad suficiente como para que sientan que pueden perderse algo cancelando? ¿O que de verdad es tal la inflación de escritores, músicos y artistas que —saben ellos— siempre se encontrará un recambio? Seguramente es lo primero, porque quien lee mucho sabe que cada autor bueno es insustituible, y que lo que está en él no se encuentra en otro sitio. Aunque en otro autor disfrutemos en la misma medida, es un placer con un sabor distinto, y los buenos lectores, melómanos, apasionados del arte, no queremos ni tenemos por qué renunciar a ninguno.
Que el autor, si es el caso, tenga que responder a la justicia como hacemos todos es tan lógico como indiferente para el asunto del gusto del que estamos hablando. Así que ya lo saben, no cancelen, huevones.
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